Reflexión y deseo navideños

Ramón Rivas
Dirección de Cultura
Universidad Tecnológica de El Salvador

Muy estimados colegas y amigos de esta gran alma mater: la Universidad Tecnológica de El Salvador.

Estamos a las puertas de celebrar una Navidad más, cuando las luces, los regalos, la música navideña y el comercio en general se preparan para el día fijado como el natalicio del Hijo de Dios en la Tierra.

Pero, como ya hemos hablado en años anteriores sobre ese acontecimiento extraordinario en la historia de la humanidad, quiero en esta ocasión referirme a dos de los valores humanos que pasan inadvertidos en el sentido propio de la Navidad: a la esperanza y la confianza que debemos tener en Dios y en la ciencia, un binomio perfecto que debemos verlo y analizarlo con frecuencia. Sin Dios no llegamos muy lejos, y, aunque no lo creamos, sin la ciencia tampoco (los logros del ser humano son producto del estudio y la investigación, desde el punto de vista de la fe, dados por Dios mismo para que podamos sobrevivir). No, no llegaríamos muy lejos. Dios y ciencia van de la mano; así lo creo y así lo he vivido.

Entonces es sobre esperanza y confianza —entendidas como fe—acerca de lo que reflexionaré en esta ocasión.

Para hablar de ello, contaré una historia real propia; referirme a esos días de angustia que viví por recuperar la salud, pero también a una historia que recién me contaron.

Se trata de la vida que muchas personas tienen que enfrentar dentro de un hospital, una cárcel o simplemente en su lecho dentro de su lugar de residencia. Yo mismo he pasado, en los últimos años, momentos, días y meses crueles de sufrimiento, pero siempre con la esperanza en que Dios estaba conmigo, que no me dejaba solo; y he meditado en que si yo me encontraba así era porque él, Dios, quería probarme, quería más de mí y me obró el milagro. Estoy vivo por la gracia de Dios.

La historia que ahora les relataré no trata sobre mí. Ya tendré tiempo de escribir y referirme a ello. Se trata de un hombre de aproximadamente 55 años. Había ingresado al hospital del Seguro Social en San Salvador. Estaba arropado con una sábana gris y compartía su cama con otro hombre casi moribundo por una grave enfermedad.

El testigo me contó que, cuando él —también enfermo— llegó al hospital, platicaban. Uno le decía al otro que al salir haría algunas actividades familiares que le eran importantes. El otro lo animaba; se apoyaban mutuamente para salir con la salud recuperada. Unos minutos después, la enfermera le dio el medicamento. La platica no continuo porque el hombre de 55 años se quedó en silencio. Su compañero de al lado lo vio cerrar sus ojos y pensó que dormía, como el resto de las personas. Eran las nueve de la noche y nada que extrañar.

Pocos minutos después de que la enfermera llegara para cumplir con otro tratamiento médico, la persona no respondió a su llamado. Tres llamados insistentes y se activó el código 1. Inmediatamente, hasta seis médicos intentaron revivirlo. Ya había muerto. Ni diez minutos habían pasado desde que él había hablado con esperanza de salir del hospital, pero su tiempo había llegado al final. Los médicos trabajaron durante unos veinte minutos para revivirlo, pero fue infructuoso.

Al escuchar ese cuadro, vino a mi mente la fragilidad de la vida; vi mi vida, todo lo que he pasado en los últimos años de constante enfermedad.

La esperanza que este hombre tenía de volver a su casa con su familia, sus amigos y sus compañeros de trabajo fue imposible. Yo sí lo logré. El hombre al que me refiero murió con la esperanza de vivir un día más. Lo que sucedió con él pudo haber sucedido conmigo. Teníamos en común el deseo y la esperanza de vivir.

¿Qué debemos pensar de este breve relato? ¿Debemos tener esperanza y confianza? ¿Debemos tener fe? La respuesta es un rotundo sí. Eso mantuvo con vida al hombre en el hospital y a mí también. En estos momentos miles luchan en el mundo porque tienen esperanza de recuperar su salud, de completar sus sueños truncados, de vivir mejor, de encontrar trabajo, en fin, de vivir en armonía y paz.

Ahora bien, desde el punto de vista de la fe, para nosotros, los cristianos, esa fue exactamente la razón por la cual vino el Hijo de Dios a la Tierra, para darnos esperanza y confianza de vida, para quitar el pecado del hombre y reconciliarnos con el Padre Eterno. De ahí la importancia de la Navidad: saber que Jesucristo nació para darnos esperanza de vida no solo para vivirla en esta Tierra, sino para vivirla en el nuevo mundo diseñado por él para todos los que creen.

La Navidad debería ser sinónimo de esperanza, de mirar que la vida no termina con la muerte. Al contrario, la vida inicia en la Tierra y la muerte nos separa de lo físico y nos lleva a lo espiritual. Por eso, los ángeles comunicaron a los pastores israelitas que Dios les daría la esperanza de tener paz y que gozarían de su favor eternamente. La Biblia lo dice de la siguiente manera: «¡Gloria a Dios en las alturas! ¡Paz en la tierra entre los hombres que gozan de su favor!».

Entonces, en esta Navidad 2022 debemos recordar esas palabras que los ángeles dieron a aquellos judíos. Hay esperanza de tener paz con Dios y alcanzar la buena voluntad de parte de él para reconciliarnos. Podemos confiar en que Dios tiene control de todo y que él cuida de las personas que creen en él. La Navidad es un regalo de Dios a los humanos, es el nacimiento de la esperanza de vida en Cristo Jesús.

El hombre de quien les hablé en esta reflexión murió creyendo que volvería a ver a su familia. Su esperanza estaba con él. Dios va más allá de darnos solo esperanza terrenal. Dios mandó a su Hijo para que nos diera esperanza eterna, esperanza de un reino gobernado por Dios y donde la maldad humana será eliminada.

El Hijo de Dios nació para decirles a los creyentes que la esperanza no está en el dinero, mucho menos en la religión. La esperanza está en Dios, quien nos conoce y sabe lo que necesitamos y lo que más vale en la vida. Dios sabe que, más que un vestuario, una comida, comodidades, lujos, etc., necesitamos tener paz con él, paz con nuestro prójimo y paz con nosotros mismos.

Paz en la tierra y buena voluntad para con los hombres es lo que Dios le ofrece a la humanidad en todo momento, no solo en Navidad. Por ello, considero que, en esta Navidad, debemos mirar la verdadera razón por la cual Jesús nació en la Tierra. No nació para ser mártir, para crear una nueva religión, para atender las cosas pasajeras de este mundo; él nació para reinar en nuestros corazones, para darnos paz interior y con Dios mismo, para que tengamos la esperanza de una vida eterna, para ayudarnos a convivir con los nuestros. Esa es la razón de la Navidad: saber convivir; y esa es la razón por la que este día expreso mi gratitud al divino Creador de los cielos y la tierra, ya que me dio vida y esperanza para seguir con ustedes y para conocerlo más como Dios único y Eterno.

Yo les invito, queridos amigos, queridos colegas, a que no perdamos el verdadero sentido de estas fiestas; a que en esta Navidad no perdamos la esperanza de que nuestras vidas pueden cambiar, de que Dios puede darnos paz en nuestras almas y puede poner en nuestros corazones la esperanza de una vida eterna en un mundo diferente al que hoy vivimos.

Con mucho cariño y aprecio, les deseo con todo el corazón que tengan una bonita Navidad, mirando a Jesucristo como el motivo para tener confianza y esperanza en nuestros corazones.

Feliz Navidad y todo lo mejor para el año 2023, que ya está a las puertas.

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